Por Giovanna Zuluaga
Max, no sabes cuánto te extraño. Las últimas noches tu alma no ha venido a visitar mi cama. Tu cuerpo no se ha materializado entre mis sábanas y mi cuerpo lo extraña. Mis manos añoran tus manos, mi piel tu piel, mis ojos el brillo de los tuyos, mi saliva anhela más que nada mezclarse con la tuya para formar nuestro elíxir. No sabes cuánto te deseo.
La luna es la única que me hace compañía, pero hasta en ella veo reflejado tu rostro. Por momentos quisiera alejar de mí este sentimiento que me roba la concentración y se mete hasta en mis sueños, pero tu recuerdo me detiene y atrapa, y no puedo ni quiero escapar.
De repente, en un rincón de mi alcoba te veo, aunque solo es tu sombra, o más bien el contorno de tu cuerpo, pero sé que eres tú. Mis ojos se acostumbran poco a poco a la oscuridad y puedo ver tus ojos, parpadeando, mirándome sin decir nada. No hables, no hace falta que lo hagas, solo acércate, tu cuerpo me dirá sin palabras lo que necesito saber.
Te aproximas a mí cual si me adivinaras el pensamiento y enciendes una vela como si el calor que emanan nuestros cuerpos no fuera suficiente para que arda hasta el mismo infierno. La luz me permite ver tu rostro, tu piel se ilumina gracias a esa luz, me da envidia esa calidez que con cada segundo que avanza se va devorando tu piel cremosa.
Te acercas aún más, mirándome a los ojos, pegas tu cuerpo al mío, centímetro a centímetro, de la cabeza a los pies. Enredas tus manos en mi pelo, me muerdes los labios contagiándome el veneno de los tuyos, desahogamos nuestras ansias por tanto tiempo guardadas. Encadenas de nuevo mi cuerpo al tuyo como lo hacías antes, como siempre, como el último martes de cada mes. Entras en mi cuerpo sin pedirme permiso porque no hace falta, eres el dueño de todas las llaves que abren cada una de mis puertas, hasta las más escondidas.
Nos degustamos, probamos el cuerpo del otro hasta saciarnos, nos comemos enteros, saboreamos cada rincón del cuerpo que tenemos aferrado, nos lamemos sedientos después haber esperado con ansia ese momento. Las sábanas se arrugan con el vaivén de nuestros cuerpos, rendidos por completo a los más bajos placeres de la carne y de la piel. No puedo soltarme, pierdo el aire, me desmoronas, me desvanezco. Todo ocurre en un segundo o a lo mejor perdí la noción del tiempo a tu lado; pero es que ni el tiempo importa cuando nuestra piel palpita y tu cuerpo llueve sobre el mío, rasgándome hasta la voluntad, quitándome la fuerza y el aliento.
Derramas de nuevo tu vida en mi vientre cuando ya casi amanece, cuando el momento de la despedida se acerca inevitable. Me muero por prolongar esos últimos minutos, pero el reloj es nuestro enemigo que implacable sigue su marcha ajena a estos dos amantes.
Tú eres como una margarita que quisiera deshojar para quedarme al menos con un pétalo que le sirva de consuelo a mi pobre corazón y a mi cuerpo que no se cansa del tuyo. Pero, sin pétalos las flores pierden su belleza y prefiero admirarte de lejos, alegrarme con la belleza de tus colores y disfrutar tus aromas que tenerte como una flor marchita junto a mí.
Me consuelo pensando que mis manos quedaron llenas de ti y el olor de tu cuerpo está impregnado en el mío. Me queda también tu recuerdo que me mata y el de esta noche en que de nuevo te soñé.
Te sigo amando.