El corazón de la capital ya no late

Por: Gerson López Cárdenas

A medida que se desplomaba en el suelo, junto a él, se derrumbaba la esperanza de un pueblo dolido y atormentado por la corrupción y el elitismo. La muerte de Gaitán derramó furia por las calles bogotanas, pavimentadas con el horror. La gente se agrupaba frente al Palacio de la Carrera para entrar en busca del presidente, mientras los francotiradores fijaban indiscriminadamente sus miras. Los disparos de cinco tanques de guerra, amainaron la turba. Por la radio, cuando aún existía, nos enteramos que el estallido del Bogotazo empezó a escucharse en otras partes del país.

La capital colombiana se transformó en el epicentro de una lucha de todos contra todos. La ciudad se agitaba con un ritmo cardíaco acelerado. Pululaban los muertos, y de cada esquina, pared y alcantarilla, rezumaba sangre. La lluvia no era suficiente para limpiar las calles. La Violencia se esparcía por toda la ciudad, hasta llegar a pueblos aledaños, como un torrente infeccioso que contagia todo lo que alcanza. La cólera de los gaitanistas era un machete que exigía venganza y la respuesta de los opositores un estruendo que encrespaba la llama.

Cadáveres bipartidistas conformaban el croquis de la ciudad. Un mes después, el fuego de la ira empezó a mermar, dejando cenizas en la memoria de los pocos sobrevivientes. Por unos días, el corazón de la ciudad se detuvo. Ahí fue que todo se pudrió… los cuerpos mutilados se levantaban con hediondez y hambre; el milagro se transformó en horror cuando los cadáveres empezaron a perseguirnos. Temerosos, nos atrincheramos en los pocos edificios que quedaron en pie después del Bogotazo; entre estos, el hotel Regina y el Granada, ubicados frente al parque Santander. Fue en el Granada donde se organizó la comunidad a la que yo pertenecía. Ya no éramos liberales o conservadores, éramos sobrevivientes.

El hambre nos obligaba a salir, con miedo, en busca de alimentos. Pero los estantes estaban vacíos por los saqueos. Además, cada vez que nos aventurábamos, el peligro era latente: podríamos ser devorados por aquellos a quienes el corazón no les latía. Por eso, cuando uno de nosotros moría, no desperdiciábamos su carne, tampoco queríamos arriesgarnos a que revivieran como los demás. Ratas, perros, palomas, gatos y todo lo que se escondía en las ruinas, también hacían parte del menú. Debíamos comerlos crudos para no exponernos a los difuntos ojos. Por esa misma razón, siempre susurrábamos y nos movíamos apaciblemente.

La carne de los engendros, por su hedor, no era apetecible. Pero un día, una de esas aberraciones quedó atrapada en una cuneta de alcantarilla. −Es presa fácil−, nos dijimos. Nos arriesgamos a prender una pequeña fogata para cocinar un pedazo de carne rancia. El asco se expandía entre todos cada vez que estallaba una de las pústulas. El más anciano de nuestra comunidad se ofreció a probar primero. Aunque su rostro se tallaba con repulsión, el hambre
lo motivaba. Recuerdo que la escena casi me hace vomitar, pero hay momentos de la vida que uno empieza a dejar de lado los prejuicios al ver que otro es capaz de hacer algo de lo que uno se cree incapaz. Nuestras miradas aprobaban la nueva fuente de alimento. Casi nos arrojamos como jauría salvaje sobre la carne descompuesta, pero el viejo empezó a quejarse y a vomitar, hasta que su corazón dejó de latir. Rápidamente lo decapitamos y sepultamos, pues no nos atrevimos a comer una carne posiblemente contaminada.

No sé en qué momento decidimos cazar otros sobrevivientes. Al principio, matar otro humano hacía que mi corazón estallara en martillazos; pero con el tiempo llega la costumbre, se apaciguan los latidos y uno empieza a sentir el pecho vacío cuando siente el estómago lleno. Al final, nos estábamos convirtiendo en engendros. Después de comer nos apilábamos enruanados, como ratas en invierno, para enfrenar las frías noches bogotanas; también, para que el calor de la comida durara un poco más. Aunque algunos murieron en las fauces de los engendros y otros por las vejaciones de la mala vida (no todos los corazones resisten al horror), nos esforzamos por sobrevivir al apocalipsis.

Una mañana, mientras el sol aún bostezaba detrás de los cerros orientales, las calles se cundieron de engendros. Nuestras enruanadas miradas, nubladas por el mal dormir, permanecieron ancladas ante el pululante trasegar de esas criaturas provenientes del infierno. Ya no deambulaban erráticas. Se apilaban, pero no de forma caótica. Habían generado una especie de organización. Ante nuestros ojos, todo aparentaba volver a la normalidad. Durante cuatro días solo observamos. Parecían casi humanos, pero no nos fiamos. Estructuraron jerarquías y algunos pintaron sus rostros de azul y otros de rojo, dando a entender que se dividían en dos grupos. Además, se empezaron a comer entre ellos, quizá suponiendo que no habría más de los nuestros.

El hambre atenazaba el vientre haciéndolo gemir. No aguantando más, una mujer de nuestra comunidad se arrojó a las apestadas calles. Todos quedamos pasmados al ver que la ignoraban. Del Regina, donde creíamos que ya habíamos cazado a todos, también se aventuró un anciano de la mano de un niño. Uno a uno, débiles y sigilosos, salimos para conseguir alimentos; sin embargo, seguía siendo igual de difícil como cuando vivíamos atrincherados. A partir de ese momento, dejamos de vivir en comunidad, pero podemos reconocernos porque deambulamos como muertos vivientes costumbre del atrincheramiento… y bueno, también para ahorrar energía y no llamar la atención. Hace unos años formaron algo llamado el Frente Nacional, quizá para frenar su degenerado canibalismo. Pero la carnicería continuó; aún no han podido controlar la ferocidad de su irracional hambruna. Hasta la actualidad se siguen comiendo entre ellos y nos siguen ignorando… solo que, cuando el estómago rasguña el vientre, nos vemos obligados a hacernos pasar engendros.

 

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