Bacatá, el hijo de Dios

Por: Nicolás Guevara

María Dorotea de González despertó cuando el primer rayo de luz atravesó el cristal deshecho del campanario que ella utilizaba como habitación. Era un día solemne para la humanidad. Sus ojos se abrieron con más emoción de lo normal, sobrepasando la rutina. Dormía en un colchón roído que resistía encima de un par de estibas de madera.

Un bonito tocador de metal se ubicaba junto a la cabecera. Sobre él había acomodado una veladora, una imagen de Cristo Redentor, un escapulario de plástico y una tinaja de un azul desleído; tesoros todos que había reunido con esmero en las incursiones de los últimos años junto a los Trotamundos de Chapinero por las desoladas calles de Teusaquillo, ahora bien conocido como el Ojo del Diablo, la concentración de la plaga. Abrió la vasija y con un movimiento vago hizo ondear el líquido en su interior, observando con desprecio: el agua le alcanzaría para dos días, y faltaba todavía una semana para que los Abastecedores de Kennedy trajeran consigo nuevos insumos. Aun así, tomó una copiosa cantidad y lavó su rostro, antes de entallarse en un pulcro hábito marrón de hombreras blancas, la única pieza impecable de aquella andrajosa habitación. Pasó sus dedos con apremió por su pelambrera cana y ensanchó de inmediato el velo. Estaba lista.

Bajó las escaleras de la iglesia. Estaba atrincherada en pleno centro de la alguna vez esplendorosa Bogotá. Habían tomado la Iglesia de las Nieves como refugio tan pronto se desató el apocalipsis. Entre las putas, los indigentes, y las monjas hicieron una alianza para resistir. La catástrofe había ocurrido el 30 de septiembre del 2021, cuando Colombia despedía la segunda fase del programa de vacunación. Las Carmelitas Descalzas habían renunciado a su turno de vacuna haciendo un voto de omisión, desatando toda serie de críticas: estúpidas, insensatas, ingenuas. –Prevenidas-, pensó ella, mientras llegaba hasta la cúpula, segura de que solo por ese acto de humildad había podido sobrevivir.

Cinco años transcurrieron entre masacre, incertidumbre e inseguridad. Los primeros en transformarse habían sido las ratas de cuello blanco que se aglutinaron en la Casa de Nariño creyendo que esa sería una fortaleza, sin saber que la amenaza germinaba en su interior, de las dosis corruptas que habían logrado tomar a escondidas antes de vacunar a cualquier otro. Ese nido asqueroso y nefasto seguía siendo su principal dolor de cabeza, aún después de tanto tiempo: era el único foco del centro que no había podido limpiar, pese a recorrer las calles de la localidad a diario sin dejar sospecha de un alma contaminada. Porque ella, la Madre Superiora, no era otra sino la cara y el cerebro de la primera línea contra los muertos vivientes que dejó la cura contra el coronavirus. Las Carmelitas Descalzas ya no eran una cándida institución que bendecía con sonrisas. No, ahora las llamaban las Carmelitas Armadas, porque en una ciudad en la que la gente había dejado de adorar a Dios, servía más dominar el clamor de las balas para ganarse el paraíso.

En esa guerra todos cumplían un propósito: ella y su congregación luchaban a mano armada limitando la expansión de los zombis, buscando entender la enfermedad, conocidas comolas Investigadoras de Santafé. Los Aventureros de Chapinero trataban de recuperar zonas infestadas. Los Labriegos de Bosa creaban armas, y los Abastecedores de Kennedy brindaban suministros. Solo esas cuatro localidades habían sobrevivido. Eran la esperanza de la humanidad. Había intentado todo tipo de armas y estrategias: disecando zombies, escudriñando en sus cerebros vacíos y matando a quema ropa cualquier espécimen subrepticio que la sorprendiera en las calles. Pero nada parecía acercarla a la respuesta. O al menos eso estaba por verse aquella mañana en donde desafiaba los límites del creador.

Al llegar a la planta baja saludó con la mirada a Beyoncé, la prostituta de mayor renombre de lo que alguna vez fue la diecinueve con Jiménez, en la tórrida y escabrosa Zona de Tolerancia del centro de Bogotá, y que ahora se encargaba del turno de vigilancia de la madrugada. Llevaba intactos el contorno y el brillo, hechos con manteca de cerdo a falta de suministros. Un par de carbones añejos le habían prestado algo de tizne con el que simular un ojo de gato en los parpados. Y con la cal que caía de la estructura pretendía lucir un balayage. La mujer la miró con desdén, no soportaba la seguridad que una señora de 65 años rezumaba ante tan angustiante situación, ni mucho menos que jugara con los límites de la ciencia al interior del altar, ahora planta de sus investigaciones.

-¡Madre Dorotea! ¡Madre Dorotea! –La voz afanosa de una hermana llegó a ella seguida del tropiezo con el que cayó de bruces. La monja la reparó con repudio, arqueando una ceja. Cuando pudo recomponerse la joven no supo qué había sido peor: si sus gritos, la caída o acaso la forma en la que la había llamado.

-Perdón…mi Comandante. Pero, es urgente. ¡Está sucediendo! ¡Es hora!–Los ojos de la mujer se desorbitaron de emoción, como en cinco años no creyó que fuera posible volver a sentir. Salió disparada junto a la jovencita. Corrió, como si se tratara de una colegiala enamorada de 15 años, hasta que el primer grito de un bebé llegó a sus oídos, logrando que rompiera en lágrimas.
Abrió las puertas de golpe y las encontró a todas aguardando con expectativa. Le entregaron al niño. Ella lo contempló desbordada en júbilo. La madre había muerto al dar a luz semejante abominación. Era su mayor arma, su semilla de esperanza. De piel verdosa, como el ser que lo engendró, pero de corazón humano. Era el cruce entre una mujer y un zombi. El fruto de su investigación de todo este tiempo. El único motivo por el que resistir: crear una variante humana inmune a los muertos vivientes. Un mestizo. Bacatá, lo llamó. Ese era el verdadero Dios, y ella, su profeta. ¿Había esperanza en el mundo?

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