Por: Giovanna Zuluaga
Una gota tras otra, miles y miles cayeron sobre el pavimento en aquella mañana fría. Era un viernes como cualquier otro en Bogotá, uno en el que se esperacon anhelo el final de la tarde para perderse en unos tragos luego de la rutina del trabajo. ¿Qué lo hacía tan especial?, ¿por qué presentía un día distinto?, ¿sería el frío y la lluvia? Esperaba, en el paradero de siempre, el bus que me llevaría a mi lugar de trabajo, ataviado con un traje oscuro bien planchado, una corbata vino tinto y los zapatos embetunados. Pero, debido al agua todo se empapó, se ensució y se manchó. Nunca entendí el código de vestimenta en un lugar donde solo nuestra voz importaba.
Cubierto a medias con un periódico, me monté en la sobrepoblada ruta de la empresa –un call center con bonitas oficinas, pero donde pagaban muy mal– en la que iban varios de mis compañeros, a cuál de todos más empapado, más lleno de pantano y mugre. No sé por qué la mayoría de los hombres no acostumbramos a cargar con una sombrilla, a pesar de que el clima en Bogotá es más cambiante que mis estados de ánimo.
Traté de obviar la lluvia, el trabajo y la mala paga. En pocos días dejaría de trabajar en ese lugar y me mudaría a Cartagena para empezar a trabajar como chofer y guardaespaldas de Gabriel, un rico empresario radicado en esa ciudad.
A medida que la gente iba abordando, las risas de todos afloraban como en un espectáculo circense de payasos y agua. En medio de ese jolgorio, miré desprevenido hacia la parte delantera del bus, mucho tiempo después de haberme subido y, entre el sudor, el agua y aquella masa de cuerpos, alcancé a ver a una mujer menuda, pálida de frío y con el cabello corto pegado a los pómulos. Yacía con los brazos recogidos debajo de su pecho, como perdida entre la multitud, con los brazos blancos, expuestos y temblorosos. También ellas olvidan la sombrilla en casa, pensé.
Quise explorar más y convertir aquella imagen en un sofisma para ahuyentar el frío y la humedad que me embriagaban. Lentamente y como pude –tal vez a estrujones– logré tener una escasa distancia de dos metros, suficiente para descubrir más de aquella mujer.
Comencé, con disimulo, por escudriñar su cara y rozar con mi mirada sus ojos oscuros y profundos, llenos de una inmensa sensualidad. Pasé a su boca, ¡que boca! carnosa, firme, entreabierta, lujuriosa y provocativa. Quedé embelesado, un buen rato, en ese precioso objeto de sensualidad; luego, con más discreción, deslicé mis ojos por su cuello y por sus senos como si fuera un niño en el rodadero más delicioso que haya encontrado en el parque. Sus formas se percibían, cubiertas por una blusa oscura de seda que, gracias al agua, delineaba la voluptuosidad de sus formas, de sus curvas y sus pezones, cubiertos por un sostén también húmedo, se izaban como estandartes del deseo y la provocación, entre la ingenuidad y el desenfreno.
Después de jugar en mi mente con sus senos, como en una dulce pausa eterna, pasé la mirada por el ombligo que dejaba parcialmente al descubierto esa fina prenda: profundo, uniforme e hipnotizante, como un vector que apuntaba hacia sus íntimos tesoros, hacia sus partes más placenteras y reservadas. Seguí el caminito tapizado con delicadeza por unos vellos frágiles, diminutos y casi imperceptibles hacia el delirio mismo, su centro de pasión. Una falda cortita, oscura y ajustada que, aun así, dejaba todo a la imaginación. Finalmente, como pude, mis ojos en un esfuerzo óptico rodearon su figura y encontraron unas caderas proporcionadas, firmes, rellenas. En ese momento, mis manos casi se escapan de mi cuerpo y de mis dominios para adentrarse en el placer de aquellas curvas. El bus seguía su curso y yo continuaba extasiado en aquella falacia que comenzaba a convertirse en fantasía.
Al llegar al edificio el desorden se apoderó de todos. Cada uno, tratando de arreglarse un poco, de escurrir el agua de sus ropas y cuerpo, de calmar el frío, soñando con el café que nos esperaría adentro. En medio de ese alboroto, ella desapareció de mi vista y yo, creyendo que tal vez no la volvería a ver, me dirigí a mi puesto de trabajo, pensando en ponerme el saco de repuesto que mantengo en el último cajón. Me traerá un poco de calor y sequedad, pensé. Estiré mi mano con afán para tomar la manija, pero algo me detuvo ¿un presentimiento? Cambié de planes, preferí seguir con la humedad y el frío, por un momento, y me dirigí al ascensor que me llevaría al último piso en el que un gimnasio funcionaba para los empleados. Aún era temprano y ¿qué mejor manera de secarme y de entrar en calor que un poco de ejercicio?
Vaya sorpresa, el ascensor se detuvo en mi piso y adentro se encontraba mi musa, mi fantasía de algunos minutos atrás. Nuestras miradas se cruzaron con avidez y antes de mediar palabra, ella me pidió que le diera calor. ¿Acaso soñaba? Sin dar ocasión a un posible arrepentimiento de su parte, enseguida la tomé protector entre mis brazos mientras el ascensor avanzaba.
Llegamos al gimnasio unidos y, como un pensamiento compartido y telepático, pasamos del cariñoso abrazo a caricias más calientes. Mis manos comenzaron a rozar su boca, mis dedos a entrar con algo de recato hasta su lengua, y mis labios y lengua iban y venían por sus mejillas, orejas y cuello. El recato se perdía mientras los segundos avanzaban y mis dedos, con más impulsividad y excitación entraban y salían de su boca mientras ella con sus ojos cerrados y ya gimiente, comenzaba a mover sus manos con destreza por mi espalda y cabello.
Sin ser conscientes, escogimos el sauna para continuar con el precalentamiento. Mi camisa yacía en el piso, y mi boca y lengua ya no estaban en su cuello. Sus pezones alcanzaban el punto más alto y sus senos redondos y firmes, grandes y rellenos estaban a merced de mí, sin ninguna oportunidad de huir, aunque tampoco creo que lo quisieran hacer. Ella, para desquitarse de mí, me bajó la cremallera y con sus tiernas manos tomó mi miembro y comenzó un movimiento divino, al ritmo de los gemidos y la humedad, ya no del agua.
Tomé su blusa y la rasgué con desespero y pasión, me aferré a su falda de un jalón y la estrellé contra el vidrio ya empañado, tomé sus bragas entre mis dedos y las desprendí de su tesoro, y al fin, con ligereza, mi lengua comenzó a beber de la copa más esperada, en el envase más disputado, esas mieles de lo inevitable: un lugar completamente limpio de vellos, desprovisto de lunares y con un olor a perfume que entraba por mi boca y recorría todo mi cuerpo. Su clítoris erecto, carnoso y en extremo sensible hacía que esa mujer se retorciera de emociones y sensaciones, que ella describió –entre gemidos– como necesariamente repetibles a corto plazo.
Se apoderó de mi miembro con su boca, en un perfecto y automático sesenta y nueve. Quería tomar, dar y recibir en ese número fantástico: ella subía y bajaba, deslizaba su lengua entre mis testículos, casi hasta el ano, y llegaba corriendo de un solo movimiento hasta la punta en donde descubrió mi excitación y, por poco, mi orgasmo.
De nuevo, sincronizados de manera instintiva, como si fuera la enésima vez que estábamos juntos, ella se inclinó sobre la banca del sauna y yo la penetré hasta estremecerla una y otra vez, cambiando una y otra vez de posiciones: ella encima mío, yo encima de ella, la cargaba, luego boca abajo. Recorrimos todo lo escrito y lo imaginable para rebosarnos de placer y excitación.
Al final, tomó de nuevo mi miembro entre su boca y manos, paseó su lengua por todo el aparato hasta que todo lo represado en mí, salió lavando su cara y senos de aquella sustancia que, como trofeo, ella recibió deseosa. Y yo, para hacerle entender que ella en sí misma era el trofeo de esa deliciosa e inesperada faena, tomé su clítoris entre mis dedos mientras apretaba sus caderas contra mi cuerpo y mis besos se posaban en su boca hasta hacerla estallar…
—Mario, tu teléfono está sonando hace rato —me dijo mi compañero de cubículo sacándome de ese dulce sueño.
Mi mano derecha permanecía aferrada, acariciando la manija del último cajón de mi puesto de trabajo como si de su piel se tratara.