Por: Giovanna Zuluaga
—No sé por cuánto tiempo más pueda hacer esto —le dije una noche a mi esposo mientras me desmaquillaba.
Gabriel levantó la mirada del periódico y me observó con extrañeza desde la cama, por encima de sus lentes de marco dorado.
—Pensé que lo disfrutabas, al menos tanto como yo —contestó él doblando el periódico con cuidado.
Se levantó de la cama y se aproximó despacio. Sentada en el tocador me aplicaba crema alrededor de los ojos con suaves toques de las yemas de los dedos. A mis cuarenta y tantos seguía siendo una mujer hermosa y deseable, y creía, casi con certeza, que a Gabriel jamás se le había pasado por la cabeza dejarme por alguien más. Tal vez por eso no entendía mi actitud y pensó que, a lo mejor, no era más que una inseguridad momentánea. Masajeó mis hombros haciendo presión con los pulgares hacia el cuello, mientras yo recordaba la primera vez que introdujimos a una tercera persona en nuestros juegos sexuales.
—Siempre han sido mujeres —continué con los ojos cerrados, disfrutando su contacto —¿y si yo te pidiera que incluyéramos a otro hombre?
Gabriel retiró las manos como si mi piel lo quemara. Regresó a la cama en silencio, meditando aquellas palabras, sopesando lo que implicaba cada posible respuesta. Si algo aprendió con los años fue a no contestar impulsivamente, pero su mutismo fue, al parecer, una respuesta negativa.
—Camila, ¿acaso te atacó alguna especie de crisis de mediana edad? —preguntó al fin y sus palabras fueron mucho peores que el silencio mismo.
Nos fuimos a dormir sin decirnos nada más, con un beso frio en lugar de las buenas noches y dando por terminada, al menos de momento, aquella conversación que parecía no tener un buen futuro.
Al día siguiente en la mañana, apenas Gabriel se fue para la oficina, visité una página de Instagram que seguía hacía poco. Se llamaba Romeo y se trataba de un Spa en Medellín, pero no cualquier Spa donde te hacen un masaje relajante o las uñas, sino uno dirigido a un público exclusivamente femenino, donde la protagonista es la mujer y lo primordial es nuestro placer. Quise indagar un poco más y me encontré con unas historias destacadas donde relacionaban los distintos tipos de experiencias, desde una denominada «Julieta», indicada para mujeres que quieren ir a de a poco, iniciando con una experiencia de relajación; pasando por las llamadas «Belanova», «Afrodita» y «Venus» en las cuales la temperatura va en aumento, dependiendo de qué tan rápido queremos derribar nuestros prejuicios; para finalmente encontrarme con la experiencia «Casanova», llena de seducción y alta carga erótica, una experiencia personalizada para parejas.
Aún no me atrevía a averiguar más, pero esa noche me fui a dormir imaginando cómo sería elegir una de aquellas experiencias, un masaje a cuatro manos, mi piel convertida en un lienzo para que dos expertos Romeos me lleven al máximo nivel de placer y relajación, o tal vez iniciar por algo más tranquilo y así, liberar mis tensiones y equilibrar mi energía y bienestar. Me excité tan solo con imaginarlo y cuando mi esposo llegó del trabajo, fingí que estaba dormida.
—¿Sigues enojada conmigo? —me preguntó al día siguiente apenas abrí los ojos. Él ya estaba bañado y se preparaba para salir, aunque en su mirada leí una preocupación que no veía hacía años.
—Ya no y volviendo a la nuestra pequeña ‘discusión’ estás en tu derecho de pensar lo que quieras, pero yo también lo estoy y he decido darle rienda suelta a mi placer, a mis deseos. Te informo que esta noche viajo a Medellín y pasaré la tarde del sábado en un Spa muy especial llamado Romeo. Si deseas acompañarme en esta aventura eres bienvenido, de lo contrario, no pienso admitir ningún reproche a mi regreso.
Y diciendo esto me incorporé de la cama y me encerré en el baño, dejando tras de mí la estela de aquellas palabras. Me llevé la mano a la boca, no tenía ningún vuelo reservado, ni siquiera había contactado al Spa, tal vez solo expresé, de una manera un tanto impulsiva, lo que mi cuerpo entero deseaba.
Esa misma tarde recibí un mensaje de mi esposo donde se disculpaba, me pedía que reservara un pasaje para él también y me prometía que me acompañaría sin chistar, a ciegas, hasta donde yo lo permitiera. Me mordí los labios sonriendo, sin saber cómo iba a terminar esa locura, pero con el corazón acelerado, mi entrepierna ardiendo y la sospecha de que aquello sería lo mejor que me había pasado en mucho tiempo.
Sin perder tiempo, reservé la experiencia «Casanova» para el sábado siguiente, preparé mi maleta y la de Gabriel, y esa misma noche aterrizamos en una ciudad que me encanta, como un par de adolescentes en su primera cita. Por iniciativa propia, decidí que no tuviéramos sexo hasta ese día, quería que nuestros deseos estuvieran a flor de piel, nuestros poros cargados, dispuestos y lo más sensibles posible.
Llegamos poco antes de la hora convenida y nos hicieron pasar a una sala de estar. El lugar era discreto, decorado con sutileza y reservado solo para nosotros, para tener total privacidad. El día anterior había elegido a mi Romeo, un hombre joven, de cabello castaño, mirada profunda y cuerpo tonificado. Nunca me han atraído los hombres menores, a diferencia de Gabriel que las prefiere jóvenes, casi inexpertas. Pero había llegado el día de derribar mis tabúes, mis prejuicios, de cerrar los ojos y concentrarme en lo que mi cuerpo pedía a gritos.
La cita era con mi Romeo, yo era la protagonista y esta vez, mi esposo, un simple espectador, como quien espía a una pareja a lo lejos sin poder aproximarse. Bebimos una copa de vino tinto mientras él me preguntaba cosas sobre mi vida, lo que me gustaba, lo que esperaba de aquella experiencia y con el paso de los minutos me fui relajando más y más, al punto de que le pedí que pasáramos a lo siguiente.
Nos dirigimos a una habitación iluminada con luces tenues donde había un jacuzzi para dos –o más personas– un sofá de buen tamaño, un mueble con velas, flores y diversos aceites para masajes, y una camilla elevada y cómoda. Mi Romeo me pidió que me liberara de la ropa y me acostara boca abajo sobre la camilla. Él hizo lo mismo, quedando vestido tan solo con un corbatín rojo y un bóxer de cuero, justo como lo había imaginado. Gabriel, por su parte, se acomodó en el sofá, momento que aproveché para mirarlo de reojo, en ropa interior, con el rostro apoyado entre mis brazos y la respiración entrecortada. Su cara era un poema, mezcla de celos y deseo, mientras Romeo empezaba su suave masaje ascendente desde los pies, pasando por mis piernas hasta coronar en mis nalgas donde se detuvo sin afanes, jugando con el borde de mis tangas blancas. Mis suaves gemidos le pedían más, pero él continuó su viaje hacia arriba, recreándose en mi cintura y espalda, para concentrarse en mis rígidos hombros y cuello.
—Estás un poco tensa —susurró Romeo aproximando su boca a mi oreja derecha— recuerda que tú eres la que manda, si prefieres que me detenga, si quieres algo más, si deseas meterte en el jacuzzi, sola o acompañada, incluso si le ordenas a tu marido que nos deje solos. Acá todo es permitido y eres la única que tiene la llave de tu placer.
Separé las piernas y le pedí que siguiera, que quería llegar hasta el final. Impregnó sus manos en un suave y fragante aceite de lavanda, y sus hábiles dedos emprendieron su viaje de regreso pasando por mis omoplatos, mis caderas, hasta detenerse en mi cueva que lo esperaba ya caliente y dispuesta. Me quitó la ropa interior sin prisa y en ese instante creí que Gabriel saltaría del sofá para detenerlo, pero se contuvo. Romeo acarició mis labios mayores con delicadeza, casi como pidiendo permiso, mientras mi esposo se tocaba por encima de la ropa ante el espectáculo que se ofrecía a escasos metros.
Romeo tanteó mi entrada húmeda y uno de sus dedos ingresó vacilante, luego otro, casi sin dificultad y empezó un movimiento de mete y saca que me hizo sudar y vibrar al mismo tiempo. Cerré los ojos cuando otro de sus dedos se concentró en mi clítoris con movimientos circulares mientras un cuarto dedo acariciaba el orificio de mi ano.
Aquella escena revestía una carga erótica altísima, yo boca abajo, desprovista de prenda alguna, Romeo rozándome con su miembro suavemente y mi esposo observando desde el sofá cómo me acariciaban sin reparo, con experticia, variando la intensidad de los movimientos. Me vio gemir, pedir más, luego, contradictoriamente, suplicar que se detuviera, pero ya era tarde, mi orgasmo no daba espera y llegué a los gritos, sin pudor, y mi voz solo se vio opacada por la suave música de un parlante que reposaba sobre el mueble.
Después de alcanzar esa cúspide me rendí momentáneamente al descanso. Sentí cuando Romeo me cubría con una sábana hasta la cintura y se retiraba con sutileza de la estancia. Fue entonces cuando sentí unas manos que bien conocía separando el cabello de mi rostro sudoroso, para luego invitarme con un movimiento de cabeza a sumergirnos en el agua tibia y espumosa del jacuzzi. Mi somnolencia dio paso de nuevo a la excitación cuando mi esposo se despojó de la ropa, descubriendo su miembro firme, palpitante, rebosante de anhelos. Pensé que había tenido suficiente por ese día, pero me descubrí con ganas de ser penetrada por él, tal vez imaginando que era mi Romeo quien lo hacía. Me recogí el cabello y me sumergí en el agua junto a él y nuestra danza de besos no dio espera. Tomó mi rostro entre sus manos, su lengua hurgó en mi boca, sentí su aliento divino, leí su desespero por tenerme, uno que creí se había perdido, quizá porque me sentía segura.
Me apoyé en el borde de la tina, dándole la espalda, tentándolo con mi trasero y él no me hizo esperar. Me penetró despacio y cuando lo tuvo adentro, me dio duro, en un movimiento constante, casi rítmico, tomándome con firmeza por la cintura para llegar más y más profundo dentro de mí. Después se inclinó y apoyó su boca en mi oreja, gimiéndome, más que hablándome, de lo excitado que estaba, que temía perderme, que jamás imagino que los celos y el deseo pudieran mezclarse, y que quisiera repetir, espiarme mientras estaba con otro hombre, no importaba hasta qué punto llegáramos, que verme excitada era su propio placer, un placer hasta ese momento descubierto.
Alcanzó mi boca de nuevo mientras llegaba, al igual que yo, dando rienda suelta a sus gritos, sin cohibirse por un minuto, sabiéndose a salvo en aquel lugar seguro, íntimo, sumergido en una fantasía ideada para ambos.