El alma no muere

Por: Brayan Sebastian Sastoque Plazas

Justo al terminar su plato lleno de mierda, el grito aterrador de su hijo entrando por la puerta puso sus pelos de punta. Un aura lúgubre y maligna cubrió todo el interior de la casa. El llanto de su hijo era más que lágrimas y dolor; era un llanto profundo y proveniente de un alma que se extinguía, y dejaba de lado este
intransigente mundo.

Once años, era la edad de su hijo; once años reciclando y reutilizando aquello que los demás llaman basura; once años viviendo en la miseria, y comiendo la
mierda de una ciudad capitalina y caótica. Cada noche, cargando el peso de una zorra averiada, Clemencia Chipaque salía a escarbar bolsas para encontrar el
sustento de sus vidas. El mundo antes de ese virus, ya era una escoria; el virus que muchos llamaban desgracia, era la verdadera cura a una humanidad
putrefacta e indolente.

Clemencia se levantó asustada de la silla remendada donde solía comer, se acercó a Héctor, y solo vio en la mirada de su hijo, la infección dilatando sus
pupilas, y exterminando su humanidad. El mordisco en su pierna derecha era evidente; al abrazarlo para ayudarlo a sentar, sintió su cuerpo hirviendo en fiebre. La velocidad del virus era inminente, la transformación estaba más cerca de lo que pensaba, no le daría tiempo de evitarla. Un beso en su frente indicó un “descansa en paz”, se alejó con cautela de él, de su cintura sacó un revólver, apuntó a la cabeza del que era su hijo y disparó. Los gruñidos que ya empezaba a emitir, cesaron de inmediato; la sangre negra salpicó la habitación; y el fuerte sonido del disparo le indicó a Clemencia que debía huir antes de que viniesen los demás.

Habían pasado dos años desde la aparición del virus. Solo los fuertes habían sobrevivido, y Clemencia era muy fuerte. Antes del apocalipsis de zombies, ella
había vivido en los barrios marginados, había vendido su dignidad para poder comer, se había desprendido del orgullo y el asco para sobrevivir a un mundo
dominado por el capitalismo, y el cual se había olvidado de pensar en los desprotegidos. No era la primera vez que perdía un ser querido, ella misma había
visto como su madre, transformada en un monstruo, se había comido viva a su hermana menor, y a su novio. El mundo de antes había endurecido su corazón, y el caos del mundo actual había ratificado que no servía de nada sentir. Seguía con su hijo por compasión hacia él; Héctor había sido producto de una violación, y por eso ella no lo quería, sencillamente estaba con él por compromiso. Clemencia era consciente que perdería a su hijo, él solía ser un niño ruidoso y descuidado, y en este nuevo mundo ese era un error fatal. El tiro de gracia no le había despertado dolor alguno, el corazón de Clemencia era tan frío y duro como el de aquellas nuevas bestias que habitaban el mundo.

Escapó en una bicicleta, la que era de su hijo. Para ella era el transporte menos ruidoso, y llegaría fácilmente al otro lugar en donde podría esconderse. Se
encontraba en el barrio Santa Viviana, en la parte más alta de la localidad de Ciudad Bolívar; al ser un sector empinado, Clemencia no tendría que dar pedal,
sencillamente dejarse llevar por la gravedad. Atravesó los barrios de Sierra Morena y la Candelaria, en medio del descenso no observó más que muerte y
hediondez. Los barrios más olvidados por el estado, seguían siendo índice de pobreza y peligro. Las pandillas habían sido remplazadas por hordas de zombies,
el robo de dinero y objetos de valor había sido remplazado por el hurto de víveres, el tráfico de drogas ahora se había convertido en rescate de medicamentos; una vez más, los más vulnerables se las habían ingeniado para sobrevivir en medio de un nuevo caos.

Cuando Clemencia llegó al lugar de su destino, en el barrio La Coruña, entró sigilosamente a la casa que había sido de su madre. Se aseguró que siguiera
deshabitada, y ratificó que se encontraba sola. Caminó hasta la cocina, y verificó que la comida que había guardado allí, siguiese oculta. Todo seguía intacto.
Clemencia destapó una lata de atún y con dos trozos de pan tajado se preparó un sándwich. Los hongos que tenía el pan, no le causaban repulsión, ya estaba
acostumbrada a comer lo que fuese. Después de un rato, se acostó en el segundo piso, un tren de pensamientos melancólicos se apoderaron de ella, una lagrima rodó por su mejilla. Clemencia se acababa de dar cuenta que aun no había eliminado los vestigios de su humanidad, fue en ese preciso momento que ella descubrió y comprendió que hasta la bestia más cruel poseía sentimientos.

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