El zumbido

Por: Camila Silva

El silencio era aterrador. Hace menos de un mes hubiera sido imposible caminar por las calles del centro sin escuchar el ruido de los carros o los gritos de los vendedores ambulantes. Ahora no se escuchaba nada, tan solo mis pasos mientras buscaba algún refugio para pasar la noche.

Lo peor era no saber nada. No saber qué causaba el virus que cada día infectaba a más personas. Era imposible no desconfiar de todo. ¿Será el agua? ¿La comida? ¿El aire? Lo único que se sabía era que si la mordida de un infectado te alcanzaba, ya no había marcha atrás. Lo extraño era que habían casos donde la transformación ocurría incluso sin haber un infectado presente.

Durante la primera semana, las noticias estuvieron plagadas de testimonios, algunos verdaderos y otros falsos, que relataban el proceso de una transformación inesperada. Personas que tuvieron que ver a sus seres queridos convertirse en monstruos de un momento a otro. Contaban que el cambio sucedía en minutos. El primer síntoma era una furia repentina.

Al octavo día ya no había noticias. Era demasiado peligroso estar cerca de cualquier persona. Fue así como el verdadero caos empezó, cuando se perdió la confianza entre la gente. Padres asesinados por sus propios hijos, personas condenadas a la muerte por sus
más fieles amigos, hermanos volviéndose el uno contra el otro. Fue así como yo terminé aquí. Solo, acompañado únicamente de los más horribles recuerdos.

Apenas habían pasado 28 días desde el primer caso, pero ya las muertes ascendían a niveles astronómicos. Bueno, la verdad es que la muerte sería un estado más deseable. Las personas infectadas en realidad estaban vivas, si es que a eso se le puede llamar vida. Sus cuerpos eran funcionales, el problema no era ese. El problema era el cerebro que se deterioraba completamente. Los infectados eran cuerpos vacíos, sin alma. Un infectado no sentía nada. Ni dolor, ni remordimiento, ni miedo, ni compasión. Nada.

En ese momento, yo lo sentía todo. Hambre, sed, miedo, pero sobre todo, cansancio. Estaba exhausto. Había caminado más de tres horas por las calles grises de Bogotá, intentando buscar un lugar seguro para descansar los ojos por un rato. Me encontraba frente a las
puertas del Colegio Mayor de San Bartolomé, por la Plaza de Bolivar. Había descubierto que los colegios eran los mejores refugios para esconderse porque fueron de las primeras instituciones en ser evacuadas, así que muy pocas veces encontraba sobrevivientes en ellos. Si ignoraba los vidrios rotos, por fuera seguía siendo una estructura magnífica, con arcos y cúpulas que databan a los 1600s. Entré con cautela. Probablemente sería más fácil escoger cualquier salón para descansar, pero era una noche fría así que opté por buscar un lugar más acogedor: la biblioteca. Cuando la encontré caminé por sus pasillos hasta la
última de sus estanterías y, sin más, me desplomé en el piso.

Cuando por fin empezaba a sentir la pesadez del sueño, escuché un zumbido. Un roce de alas. Era un sonido familiar, un sonido detestable que me recordaba a aquellos paseos que solía hacer con mi familia a Melgar cada año. Ese sonido irritable, denso y constante; ese sonido desesperante cuya fuente no podía ser más que un insignificante zancudo. Lo escuché cerca, demasiado cerca, casi en el oído.

«Maldito bicho», pensé. «Lo que me faltaba».

Con un movimiento brusco moví la mano, intentando ahuyentar el insecto. El zumbido desapareció por un instante, pero momentos después regresó más cerca aún. Giré el cuerpo en un segundo intento, me cubrí la cabeza con los brazos y esperé. Nada. No escuchaba nada. Dejé mis párpados caer y sentí mi respiración desacelerarse. El cansancio comenzó a cobrar cuentas con mi cuerpo, sentí nuevamente el velo del sueño.

De golpe, el zumbido apareció de nuevo. Dejé soltar un grito e inmediatamente me cubrí la boca con las manos, aterrado de lo que acababa de hacer. En teoría estaba solo, pero uno nunca sabe. Permanecí en silencio, esperando escuchar signos de otro ser vivo, o medio muerto, que hubiera podido escuchar mi grito de frustración. Esperé unos segundos, luego unos minutos. Nada. Solo ese insoportable zumbido.

Cerré los ojos nuevamente, intentando ignorarlo, pero cada vez era más fuerte. Cada vez se acercaba más. Lo sentí revolotear encima mío, imaginé sus asquerosas patas posándose sobre mí, escuchaba cada vez con más intensidad el roce de sus alas. Ese zumbido me volvería loco. Lo sentí acariciando mi oreja, en el canal de mi oído, dentro de mí.

Ya no podía más.

No me importó que me estuviera poniendo en peligro, no me importó que quizás no estuviese solo. Dejé salir toda la rabia y frustración que me habían estado carcomiendo por dentro durante las últimas semanas. Dejé salir la culpa que sentía por haber matado a mi propio padre. Dejé salir todo el terror que sentía cada vez que despertaba y me daba cuenta que ahora vivía en un mundo acabado. ¿Por qué yo? ¿Por qué a mí? ¿Y por qué este estúpido bicho no me deja en paz? Movía los brazos como un demente, peleando contra unenemigo invisible. Cogí los libros de la estantería más cercana y los comencé a arrojar. No veía al bicho, pero lo escuchaba. El zumbido estaba en todas partes. No paraba de gritar.

De pronto, lo ví. Estaba posado sobre la pared blanca del fondo, ya ni siquiera intentaba pelear conmigo. Asumió que había ganado. Dejé que mi respiración se calmara y lentamente me acerqué. Lo más lento que pude, intentando no provocar su vuelo, alcé mi mano y con un movimiento súbito la dejé caer. Escuche el crujido bajo mi palma. Sonreí. ¡Por fín! El cuerpo del bicho estaba estrujado contra la pared, había una gran mancha roja a su alrededor. Miré mi mano y ví sangre. Era la sangre del insecto. Era mi sangre. Era la misma sangre.

Abrí los ojos. De repente, lo entendí.

«Maldito bicho», fue el último pensamiento que mi cerebro infectado alcanzó a tener.

 

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