FE

FE

Por: Alvaro Vanegas

 

Había entregado casi toda su vida a servirle a Dios, y, sin embargo, la vida se ensañaba contra él y, en especial, contra su familia. Tan solo dos meses antes su padre había muerto en medio un accidente absurdo que involucró un taxi manejado con absoluta imprudencia y un bus de Transmilenio a toda velocidad. Lo que quedó de su padre, quien acababa de tomar el taxi, fue un amasijo de pelos, sangre y carne magullada. El taxista imprudente, que solo terminó con un fémur roto, buscó a Rodolfo un par de semanas antes de que se desencadenara el caos para confesarse. A través de la ventanilla del confesionario, Rodolfo no pudo reconocerlo y lo escuchó mientras hablaba de pecados menores como decir una que otra mentira o mirarle el culo a una vecina, pero entonces, de repente, le soltó, en medio de lágrimas y sollozos, que él era el culpable de la muerte de su padre. Por su condición de sacerdote, Rodolfo se vio obligado a calmarse e incluso contó con la entereza para absolverlo en nombre de Dios. No obstante, en cuanto terminó, salió del confesionario y sin tomar en cuenta que aquel hombre le doblaba la edad y apenas si se había recuperado de su pierna rota en tres partes, le asestó un golpe en plena nariz que por poco lo deja inconsciente. Había cuatro personas esperando su turno para ser confesados, entre ellos doña Aurora, una viejita adorable que le regalaba tortas de chocolate y brownies hechos en casa a Rodolfo cada vez que se confesaba, dos o tres veces por semana. Fue la última vez que la vio.

Esa noche, más calmado, mientras leía una novela de Dean Koontz, con la única intención de relajarse y esperar a que el sueño hiciera aparición, recibió la llamada de su hermano mayor para contarle que su mamá, que vivía en Sincé, Sucre, había sido diagnosticada ese día en la tarde con cáncer de pulmón y le quedaban, a lo sumo, seis meses de vida. Rodolfo se enfrascó en una fuerte discusión con su hermano por el hecho de que no le hubieran contado que su mamá no se sentía bien, pero tardó poco en entender que eso, en realidad, no cambiaba las cosas. Se despidió asegurando que llamaría al día siguiente para hablar con su madre, quien en ese momento estaba descansando, y, por supuesto, con la promesa de orar por ella, pues «Dios sabe cómo hace sus cosas y de esta, seguro, también saldremos con bien».

En cuanto colgó, lanzó el celular contra una pared y luego la emprendió contra el libro, cuyas hojas terminaron desperdigadas, la mayoría rasgadas, por toda la habitación. Cuando ya no quiso romper nada más, descubrió que la ira no había desaparecido, seguía ahí, más intensa a cada momento y supo, con absoluta certeza, que jamás desaparecería. Decidió en ese momento que Dios no existía, que aquello no tenía ninguna lógica y que había dedicado casi todos sus días a una mentira. La furia era casi placentera.

Pasó toda la noche reflexionando sobre su proceder después de tamaña epifanía.  A la mañana siguiente se levantó y, sin darle muchas vueltas, se entregó a su rutina diaria. Desayuno, oración, almuerzo, misa, confesiones, a veces otra misa, más oración y luego a dormir.

Un día cualquiera una mujer muy alterada le contó, en medio de una confesión, que trabajaba para una multinacional que había, según ella, desarrollado un virus que podría significar el fin de la raza humana. Rodolfo, como hacía siempre que le contaban aquellas historias descabelladas, diseñadas solo para llamar la atención, despachó a la mujer con la señal de la cruz y la supuesta obligación de rezar diez padrenuestros y siete avemarías.  Unos días después, aquella confesión y la angustia que traslucía en esa voz, se abría paso en su mente mientras se defendía de una horda de locos que insistían en morder a todo aquel que se cruzara en su camino. El pelo rojo de otra mujer le hizo recordar que después de todo era un hombre como cualquiera y quería experimentar un orgasmo producido por la calidez de una vagina por lo menos una última vez antes de morir. Esa fue su motivación para defenderse y hacer lo posible para defender a la pelirroja, quien, a la postre, le provocaría más orgasmos de los que podría contar. Luego, su rabia se canalizó contra los trabajadores de los Laboratorios Lumber y le pareció que, el paso lógico, era matarlos a todos. En algún momento, al principio, sus convicciones religiosas estuvieron a punto de disuadirlo, pero después de matar al primero de ellos, sintió que su espiral descendente hasta las llamas del infierno era irreversible.

 

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