Por: Alvaro Vanegas
Es mi día, estoy seguro. Hoy, por fin, Indira estará en mi cama, o yo en la de ella, es igual. No ha sido fácil, le encanta hacerse la difícil y varias veces me ha dejado en visto, pero si tuviera que escoger una sola característica para definirme a mí mismo, esa sería la persistencia. Solo eso se necesita la mayor parte del tiempo. Por eso me visto bien y me perfumo, pero sin exagerar, tampoco es cuestión de que ella se dé cuenta lo mucho que he estado esperando este momento. Hemos salido tres veces.
En la primera cometí el error de invitarla a cine. Nos encontramos, hablamos durante diez minutos, vimos la película y sin darme tiempo de invitarla a un café o una cerveza, tomó un taxi rumbo su casa. Por poco no se despide.
Un par de semanas después, convencido de que no podía perder el tiempo con esta mujer, la invité directamente a un bar. Escuchamos buena música, bailamos unas cuantas canciones (de paso aproveché para que se acercara a mí y se diera cuenta de que hago ejercicio, tantas horas boxeando tienen que servir para algo) y tomamos mucha cerveza. Todo iba bien, o eso imaginé, en especial después de darle un beso que, lo admito, me generó una erección que podría jurar no pasó inadvertida para ella, a juzgar por aquella sonrisa de complicidad que me dedicó. Estaba seguro de que desayunaríamos juntos, pero contra todos mis pronósticos, en cuanto salimos del bar de apresuró de nuevo a tomar un taxi y me dejó ahí, solo y con unas ganas de sexo que casi me sobrepasaban.
La tercera vez que salimos le propuse de nuevo salir a un bar, pero ella se negó, me dijo que, si quería, íbamos a tomarnos un café. No supe cómo convencerla y en efecto, eso fue lo que hicimos: tomar café. Me habló sobre su vida de oficinista y hasta tuvo el descaro de insinuarme que está enamorada del tesorero de la empresa. ¡Habrase visto! Y yo la escuché, en silencio casi siempre, intentando sonreír cuando hacía falta y procurando no sentirme el mayor idiota de la historia de los idiotas. Esta vez fui yo quien se apresuró a buscarle un taxi en cuanto tuve la oportunidad.
Pero el poder fluctúa y a veces la vida te sorprende para bien. Dejé de escribirle y entonces sucedió lo inimaginable: me llamó. Pero no solo eso, también me invitó a su casa a cenar. Eso sucederá hoy, así que estoy feliz. Y es que si no lo logro hoy, renuncio a las mujeres y me convierto al budismo.
Pero entonces resulta que ninguna de las camisas que tengo me gusta para la ocasión, así que salgo a comprar una, necesito sentirme bien, confiado, a las mujeres les encanta la confianza.
Ha sido un día raro, he escuchado gritos y el noticiero de la mañana hablaron de disturbios en todo el país, pero yo estoy muy lejos de eso, yo solo puedo pensar en Indira y ese cuerpo perfecto, sus manos largas y bien cuidadas, y esa manera de matizar su voz para darle a cada palabra una fuerza inexplicable.
Y entonces, al salir, me encuentro con mi vecina desnuda. En serio, está desnuda. En el pasillo del edificio, ¿ya mencioné que ha sido un día raro, no es cierto? Intento disimular, pero es una mujer muy bella y no puedo evitar mirarla de arriba abajo. Supongo que no hay manera de mirar a una mujer desnuda en medio de un pasillo cualquiera y no quedar como un morboso cualquiera, pero así están las cosas. Y luego, esto no termino de entenderlo, la vecina, creo que se llama Rosario, clava algo en mi mentón, puedo sentirlo frío recorrer su camino hacia arriba y entonces lloro. No tengo ganas de llorar, ni siquiera me pasa por la cabeza aquella posibilidad, pero así es, lloro. Y después todo cuando existe adquiere un tono rojizo.