Por: Heberto José Borjas Márquez
De aquel día o de aquella hora nadie sabe,
ni siquiera los ángeles en el cielo, ni el Hijo,
sino sólo el Padre.
Marcos 13:32
Ya decía yo que me daban mala espina aquellos trasnochados. Se les notaba hasta en la punta de los cabellos que salían de una rumba en Theatron. Iban disfrazados de demonios, de animales indomables, de ídolos paganos. El maquillaje, corrido de los rostros, les daba un aspecto de payasos tristes. Me los crucé en la carrera 13 mientras yo iba juiciosa a misa en la iglesia de Lourdes, como cada Día de Todos los Santos. Canturreaban y se hacían bromas a gritos, enseñoreados de la acera, ajenos a los vendedores informales de siempre. Zigzagueaban de la borrachera, y a ratos el espacio para su juerga extendida les parecía insuficiente, porque se echaban a la calle a bailar y a ofrecerle su cuerpo a los automóviles en movimiento. Parecían retar a la muerte con sus maniobras de torero en lidia. Me los topé por unos segundos apenas, pero para ellos fui invisible, quizás porque para los jovenzuelos de hoy las setentonas no tenemos nada que ofrecer salvo consentir a los nietos y hacer oficios en el hogar. Por eso se les dificulta seguir nuestros consejos. Y menos los que son como aquellos enardecidos de Chapinero, que me han hecho dudar de que el futuro de la humanidad esté en buenas manos.
En la Plaza de Lourdes me detuve a comprar El Espectador y un tinto para beberlo apurada antes de la misa, sin quitarle la vista al grupete alegre a pocos metros. Eran seis personas. No parecían pasar de los veinte años. Distinguí un par de mujeres entre ellos. La vendedora de café los vio y de repente soltó: “Parece que ya los hubieran mordido”. No entendí el comentario. Entonces abrí el periódico y vi en primera plana el titular de nuestra desventura: Alerta Nacional por primer caso de virus de abstracción en Cartagena. Tres días atrás, una joven de la aristocracia local, recién llegada de Francia, había mordido a tres primas en la reunión que hicieron en su casa con motivo del regreso del viaje. Celebraban el título de maestría en Arquitectura de la agasajada en una universidad parisina. Según el testimonio de una tía invitada, la chica bebió de un sorbo su copa de vino tras el brindis y, segundos después, arqueó el tronco, viró los ojos hacia arriba, emitió un indescifrable sonido gutural y estrujó con su mano la copa de vidrio pero no acusó dolor ni espasmo por el brote de sangre que chorreaba. Los invitados suspiraron de asombro y al instante gritaron de terror cuando ella empezó a corretear por el recinto y a perseguirlos con rostro endemoniado y agilidad de felino. A cada quién que alcanzó lo mordió en los hombros, en los brazos, en el cuello, cual vampiro muerto de hambre. Una de ellas, de nombre Juliana, había tomado vuelo a Bogotá el día siguiente al episodio y no había sido contactada por las autoridades sanitarias. “Muy bonito el nombre que le ponen los periodistas, Virus de abstración”, dijo la vendedora, señalando el titular, “Pero es la misma vaina que vi en De guokin ded, la serie gringa: al que le da, jamás se cura”.
Me persigné y miré al cielo. Estaba nublado: mal presagio. Pregunté a ese Dios a quien insisto en creer que si lo que decía San Marcos en su evangelio era cierto, que solo el Padre sabe cuándo será el fin de este teatro impredecible que habitamos, porque cada día el mundo me daba señales de que algo de proporciones desaforadas surgiría de la nada, así como empezó el universo, y nos colmaría a todos sin excepción. Le pedí, como siempre, una señal sobre la cercanía del fin de los tiempos. Esta vez la respuesta no fue algo vago que advertí horas o días después. Del grupete que me había topado se separó una de las mujeres. Vomitó y luego arqueó su cuerpo hasta llegar a una posición peligrosa para su columna vertebral, gruñó, rodeó todo su derredor con la mirada,
como si lo viese por primera vez, pero sin el asombro de quien está impresionado. Aquella mirada panorámica carecía de acento. Parecía el mecanismo de calibración de una máquina. Sus compañeros la atendieron, aún en su estado de éxtasis ruidoso: “Juliana, ¿te sientes bien?”, le preguntaron. Y el alma me dio un respingo. ¿Era esta Juliana la misma que mencionaba el periódico?
Lo que siguió es parte de la narrativa que empleamos para revestir todo de leyenda. Esta es mi versión, de primera mano. Mientras yo escuchaba un rumor creciente de voces que llegaba desde lejos, y al que de momento no presté atención, la tal Juliana saltó sobre sus compañeros y los mordió donde pudo. Ninguno se salvó. Los transeúntes de ocasión se metieron a los comercios cercanos o cambiaron de acera, sin duda aterrados. Ya no era la muchacha estimulada por la borrachera o las drogas sino un ente arrebatado y desprovisto de conciencia que solo podía manifestarse asestando una dentellada en algo con piel y hueso que se moviera. La comisura de su boca destilaba sangre, pero no la succionaba: era solo la evidencia de un ataque irreflexivo cuyo motivo entonces no entendíamos.
Me asalta la duda de que el virus sea el motivo de nuestra destrucción como especie o el catalizador que nos devuelva a un estado primigenio del que en algún momento de la evolución nos distanciamos. Ya no me queda duda de nuestra naturaleza dañina. El virus solo ha hecho emerger sin inhibiciones algo intrínseco que no podemos interpretar con objetividad. Estas cavilaciones las hago hoy, una semana después del episodio, encerrada en casa, despavorida, con frío. Nada de esto podía pasarme por la cabeza cuando vi a Juliana infectar a sus amigos y unirse a la turba enardecida y abstraída como ella, en busca de más carne humana que morder.