Por: Alvaro Vanegas
Magdalena era una mujer feliz. A sus 22 años no había conocido una vida diferente a la que tenía y sabía, con absoluta certeza, que cualquier otro modo de vivir era una equivocación y estaría en contra de las leyes de Dios. Se esmeraba por cumplir con todas las reglas y de ese modo tener una remota posibilidad de hacer parte de los 144 mil testigos de Jehová que tendrían vida eterna cuando llegara el fin de los tiempos. Prefería no pensar demasiado en el hecho de que 144 mil fuera, en realidad, una cantidad muy reducida, lo que dejaba sus posibilidades en casi nada; prefería, mejor, creer en lo que le habían enseñado siempre y ser obediente. No obstante, aquel día, despertó con muchas ganas de tocarse. No sabía de dónde provenían, solo sabía que aquel cosquilleo en su entrepierna no era algo de todos los días y resultaba imposible de ignorar.
Tan solo en dos ocasiones se había masturbado. La primera vez tenía quince años. Acababa de acostarse y sin darse cuenta, su mente empezó a divagar y se detuvo en su primo Arturo, cinco años mayor que ella, de pelo negro y rostro afilado. Arturo tenía una manera muy particular de mirarla, como si la abarcara completa en un segundo. Para cuando por fin fue consciente de sí misma, llevaba ya mucho tiempo rozando su clítoris con fuerza creciente y aunque consideró la posibilidad de parar, no le fue posible, como si ese impulso con el que se movían sus dedos no pudiera ser detenido de ninguna manera. Continuó pensando en su primo y no tardó en sentir que su cuerpo entero se diluía en el aire para volverse a materializar ahí, en la cama. Fue su primer orgasmo. La segunda ocasión que se atrevió a hacerlo, había sucedido hacía realmente poco tiempo, en la mañana de su cumpleaños número 21. Por regla, los Testigos de Jehová no celebran los cumpleaños, así que Magdalena no esperaba nada de nadie, pero quiso regalarse algo a sí misma. Tal vez no fuera correcto, pero Dios es todo amor y seguro la perdonaría. Empezó a tocarse y tardó muy poco en recordar cómo hacerlo. Al parecer, sus manos y su vulva tenían memoria y hacían muy buen equipo. Esta vez el objeto de deseo fue Don Chucho, un guardia de seguridad que vivía debajo del apartamento en el que residía Magdalena con toda su familia. Don Chucho no era un hombre atractivo –no en una forma obvia, por lo menos–, pero había algo en su amabilidad casi impostada y sus manos gruesas y fuertes que a Magdalena, cuando se permitía soñar, le causaba escalofríos. Tardó poco en estallar en un orgasmo que le dejó una sonrisa residual que no despareció en todo el día.
El día en que todo dejó de importar, Magdalena despertó con una extraña inquietud sin origen definido. Desayunó con aire ausente, ante la mirada confundida de los miembros de su familia, convencida, de repente y sin siquiera atreverse a verbalizarlo, de que era el fin. Y lo peor era que estaba segura de que no sería parte de los 144 mil elegidos.
De camino a la esquina escogida ese día para intentar convencer a completos extraños de que su religión era la verdad, pasó por el frente de la panadería en donde siempre merendaba y, sin decir nada, entró y le plantó un beso en plena boca a Lucho, el hijo del dueño del establecimiento. Lucho, unos cuantos años menos que ella, dejó que las cosas pasaran, confundido, como cualquier persona a esa edad. Magdalena sintió de inmediato el ya familiar cosquilleo en la entrepierna que se hacía más y más intenso, así que, sin más demora, fue al baño y se masturbó por última vez en su vida.
Ya en la esquina, con los folletos en la mano, su compañera de ese día, la hija de los mejores amigos de sus padres, y por lo tanto su mejor amiga –o eso asumía Magdalena–, comenzó a mover la cabeza de manera muy extraña. Luego, sin que Magdalena tuviera tiempo de reaccionar, se le vino encima y le mordió el cuello, los brazos, el pecho, y todo lo que pudo. Los recuerdos de Magdalena se volvieron difusos, pero pronto, aunque presentes, dejaron de importar, ahora solo importaba el hambre magnánima que experimentaba. No obstante, algo quedaba de su humanidad, algo que se mantenía presente y se mantuvo así hasta el momento de ser aplastada por un automóvil: el profundo arrepentimiento a causa del tiempo perdido.